Gay Langland, el personaje que interpretaba Clark Gable en Vidas
rebeldes (The Misfits), fue uno de los tipos que mejor describió el
desamparo, la soledad, el miedo y la tristeza con que vivía Marilyn
Monroe.
"¿Puede un hombre sonreír cuando contempla a la mujer más triste del
mundo?" le dice a Roslyn Taber, último papel de la actriz. "Pues todo el
mundo piensa que soy muy alegre", responde ella. "Eso es porque
cualquier hombre se siente feliz al mirarte".
Era, no solo el final de una emocionante historia, el broche de oro a las carreras de ambos actores, sino, además y, sobre todo, la explicación pública de por qué nadie percibía la desesperanza y el cansancio que acompañaban a Marilyn Monroe, una declaración del que fue su marido, el dramaturgo Arthur Miller, quien era el guionista de la película de Huston.
El gran público no podía imaginar en aquel 1961 que, 19 meses más tarde, la rubia platino, la mujer que deslumbraba a hombres de todo el mundo, iba a poner fin a su vida. La fama y la fascinación crearon a su alrededor una coraza densa, opaca y oscura, tras la que se agazapaba una mujer completa y radicalmente diferente a la que todos veían.
Marilyn Monroe, en realidad, Norma Jeane Mortenson, no era una inconsciente feliz. Era una mujer culta, con centenares de libros en su biblioteca, enamorada de los clásicos, sacudida por un irresistible impulso por escribir y sedienta siempre de nuevos conocimientos. Ni rubia ni tonta. "¡Ay!, maldita sea, me gustaría estar muerta".
Era, no solo el final de una emocionante historia, el broche de oro a las carreras de ambos actores, sino, además y, sobre todo, la explicación pública de por qué nadie percibía la desesperanza y el cansancio que acompañaban a Marilyn Monroe, una declaración del que fue su marido, el dramaturgo Arthur Miller, quien era el guionista de la película de Huston.
El gran público no podía imaginar en aquel 1961 que, 19 meses más tarde, la rubia platino, la mujer que deslumbraba a hombres de todo el mundo, iba a poner fin a su vida. La fama y la fascinación crearon a su alrededor una coraza densa, opaca y oscura, tras la que se agazapaba una mujer completa y radicalmente diferente a la que todos veían.
Marilyn Monroe, en realidad, Norma Jeane Mortenson, no era una inconsciente feliz. Era una mujer culta, con centenares de libros en su biblioteca, enamorada de los clásicos, sacudida por un irresistible impulso por escribir y sedienta siempre de nuevos conocimientos. Ni rubia ni tonta. "¡Ay!, maldita sea, me gustaría estar muerta".
En la madrugada del 4 al 5 de agosto, en 1962, Marilyn Monroe se suicidó
en su casa de Brantwood, en Los Ángeles, al ingerir un bote entero de
Nembutal. Si la placa que adornaba allí la puerta de entrada, con la
inscripción "Cursus perficio" (aquí acaba el viaje), podía parecer
profética, mucho más lo eran los versos de uno de sus poemas:
Ay
maldita sea me gustaría estar
muerta -absolutamente no existente-
-ausente de aquí -de
todas partes pero cómo lo haría.
La actriz más famosa de todos los tiempos encontró -premeditada o involuntariamente- la manera de concluir una vida triste, cargada de alcohol y pastillas, amenazada por un insomnio constante, descontrolada por la inseguridad, el miedo y la necesidad de ser querida y no sentirse abandonada.
Marilyn Monroe estaba muy cansada. Y hasta ese último día, los libros fueron su mejor refugio.
Todo está en esos escritos, el temor, el desasosiego, la inseguridad, el desequilibrio, la aflicción profunda, el abandono, el aislamiento. No son palabras exquisitamente elaboradas, pero no hay simpleza en ellas, al contrario, contienen un bello lirismo. Son confesiones íntimas en las que pedía amparo, ayuda, socorro. Escritas a mano en cuadernos o en folios de hoteles, con bolígrafo o con lápiz, con una descuidada caligrafía, en esas notas intentaba explicarse a sí misma la dualidad que sufría, las dos personas que era al mismo tiempo.
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